En la margen izquierda del río Anzu, en la comunidad del mismo nombre, a dos kilómetros de Puerto Napo, vivía una familia compuesta por los padres y tres hijos varones que crecían entre la arena, el río, la selva y los animales que en ella existían.
El segundo hijo se hizo un gran guerrero y famoso cazador. Semana a semana, con su lanza al hombro, recorría la selva en busca de alimento para su familia.

Un día mientras corría velozmente tras un sajino se encontró con una bella mujer que lo cautivó inmediatamente con sus encantos. Sus miradas se atrajeron como imanes y ella aprovechó el instante para hipnotizarlo y una vez dormido conducirlo a la cueva donde vivía.
Al cabo de quince días, cuando todos en la comunidad lo daban por muerto y lloraban su partida, regresó el joven a casa. Venía transformado. La alegría y el buen humor habían desaparecido de su rostro. Vagaba triste y taciturno por senderos y chaquiñanes.
Cada cierto tiempo volvía a desaparecer. Sus padres preocupados acudieron al brujo quien luego de ingerir ayahuasca y entrar en trance descubrió la presencia de la mujer. Quiso matarla disparándole un virote envenenado pero éste se desvió de su blanco y se incrustó en una piedra que se iluminó con raros fulgores que cegaron al brujo terminando con su vida. En la frente del muerto apareció una estrella brillante.
Dicen que la mujer que había embobado al joven era el espíritu de una hermosa dama que años atrás vivió en el sector y que sin razones válidas desapareció misteriosamente del lugar.